

Santiago y Santiago
El destino a veces se nos ríe en la cara y las coincidencias pueden existir.
Santiago tenía 19 años cuando conoció a Santiago, que por comodidad literaria, llamaremos Santi. Fue en el cumpleaños de una amiga que tenían en común. Se podría decir que fue amor a primera vista, aunque ninguno de los dos creía que hubiese ojos que resistan amor tan fuerte.
Santiago nunca tuvo dudas sobre su elección sexual. Lo supo a los 7 años cuando creyó enamorarse de su compañero de banco. Luego sabría que esa clase de amor, son los que más duelen, y sin embargo, los que menos recordamos.
Santi, sin embargo, se consideraba bisexual, aunque nunca había tenido sexo ni con hombres ni con mujeres, se creía capaz de amar a ambos. Esa noche, en el cumpleaños de Lola, Santi descubrió que el amor no tiene sexo, no es planeado, y es atrevido. El sudor de sus manos cuando Santiago le dijo “sos lindo… ¿sabías?” le demostró que su destino estaba al lado de ese hombre de ojos verdes que lo miraba detrás de los lentes.
Se fueron juntos de lo de Lola al departamento de Santiago. En el taxi sus manos se cruzaron y las palabras, cómo suele suceder en esos casos, sobraban. Las 30 cuadras que separaban la casa de Lola del departamento de Santiago se hicieron eternas. Sin embargo, ambos aprovecharon ese tiempo para pensar en lo felices que estaban.
Al llegar sus bocas explotaron, con el beso de uno dentro del beso del otro. Los cuerpos, las miradas, el aliento a triunfo y el miedo que ya no importaba invadían todo.
Desde la pared del cuarto un cuadro de Kandisky los observaba amarse, morir y resucitar en cada movimiento.
Se amaron hasta el amanecer. Se durmieron abrazados.
Pasado el mediodía Santi despertó y se encontró solo en la cama, abrazó la almohada que tenía a su lado y sintió el olor del otro. Escuchó el silencio que lo rodeaba. Santiago habría salido, pensó.
Se levantó para prepararle a su hombre, a su compañero, algo para comer.
Con su desnudes a cuestas, fue a la cocina y allí lo vio.
La heladera abierta, el piso mojado, Santiago en el piso, quieto, con un gesto de paz que se llevaría al otro mundo.
Santi se vio arrodillado, se vio llorando, se vio gritando, se vio besando, se vio agarrando la cuchilla, se vio clavando, se vio sangrando, se vio cayendo.
Tres días después, la madre de Santiago los encontraría en el piso frío, desnudos. Ese día la madre de Santiago se enteraría que sus sospechas eran ciertas. La señora lloró, la vergüenza de explicar cómo murió su hijo en manos de un depravado era mucha. Casi mecánicamente buscó en los cajones de la mesada los guantes de goma y se puso a limpiar.
Santi y Santiago, son el tercer y el cuarto apóstol de esta historia.
El destino a veces se nos ríe en la cara y las coincidencias pueden existir.
Santiago tenía 19 años cuando conoció a Santiago, que por comodidad literaria, llamaremos Santi. Fue en el cumpleaños de una amiga que tenían en común. Se podría decir que fue amor a primera vista, aunque ninguno de los dos creía que hubiese ojos que resistan amor tan fuerte.
Santiago nunca tuvo dudas sobre su elección sexual. Lo supo a los 7 años cuando creyó enamorarse de su compañero de banco. Luego sabría que esa clase de amor, son los que más duelen, y sin embargo, los que menos recordamos.
Santi, sin embargo, se consideraba bisexual, aunque nunca había tenido sexo ni con hombres ni con mujeres, se creía capaz de amar a ambos. Esa noche, en el cumpleaños de Lola, Santi descubrió que el amor no tiene sexo, no es planeado, y es atrevido. El sudor de sus manos cuando Santiago le dijo “sos lindo… ¿sabías?” le demostró que su destino estaba al lado de ese hombre de ojos verdes que lo miraba detrás de los lentes.
Se fueron juntos de lo de Lola al departamento de Santiago. En el taxi sus manos se cruzaron y las palabras, cómo suele suceder en esos casos, sobraban. Las 30 cuadras que separaban la casa de Lola del departamento de Santiago se hicieron eternas. Sin embargo, ambos aprovecharon ese tiempo para pensar en lo felices que estaban.
Al llegar sus bocas explotaron, con el beso de uno dentro del beso del otro. Los cuerpos, las miradas, el aliento a triunfo y el miedo que ya no importaba invadían todo.
Desde la pared del cuarto un cuadro de Kandisky los observaba amarse, morir y resucitar en cada movimiento.
Se amaron hasta el amanecer. Se durmieron abrazados.
Pasado el mediodía Santi despertó y se encontró solo en la cama, abrazó la almohada que tenía a su lado y sintió el olor del otro. Escuchó el silencio que lo rodeaba. Santiago habría salido, pensó.
Se levantó para prepararle a su hombre, a su compañero, algo para comer.
Con su desnudes a cuestas, fue a la cocina y allí lo vio.
La heladera abierta, el piso mojado, Santiago en el piso, quieto, con un gesto de paz que se llevaría al otro mundo.
Santi se vio arrodillado, se vio llorando, se vio gritando, se vio besando, se vio agarrando la cuchilla, se vio clavando, se vio sangrando, se vio cayendo.
Tres días después, la madre de Santiago los encontraría en el piso frío, desnudos. Ese día la madre de Santiago se enteraría que sus sospechas eran ciertas. La señora lloró, la vergüenza de explicar cómo murió su hijo en manos de un depravado era mucha. Casi mecánicamente buscó en los cajones de la mesada los guantes de goma y se puso a limpiar.
Santi y Santiago, son el tercer y el cuarto apóstol de esta historia.
1 comentario:
Imágenes calcadas de una vida cercana... Santi y Santiago. Presagios de un final feliz para el amor.
Publicar un comentario