
Juan
A Juan le gustaba escribir. Su primer poema lo escribió a los ocho años y se lo dedicó a su mamá. Durante la adolescencia no encontraba mejor regalo para hacer que escribir un poema.
Algunos aún guardan celosamente alguno de ellos… A su primera novia le dedicó un solo poema, uno corto, que decía algo así:
“Ese beso, mi refugio final
Mi aldea, mi huida.
Esos ojos, mi castigo divino
Mi dolor, mi misterio
Tu perfume, mi vida secreta
Los clavos de mi cruz.”
Su novia nunca lo entendió, y por la cara que puso cuando Juan se lo leyó, él decidió no volver a escribirle. En verdad, decidió dejarla, que era casi lo mismo.
En la clase de literatura, la profesora Carrizo lo escuchaba embobada. Y sus compañeros le rogaban que escribiera poemas largos, así la profesora no daba clases escuchándolo.
Juan escribió sobre el amor, sobre los besos, sobre el engaño, la amistad, la familia, las estaciones (especialmente el otoño), sobre el mes de abril, y hasta sobre la escuela. Pero no escribió sobre la muerte. Juan era consciente que este tema era una materia pendiente. Todos los poetas que se jacten de tales deben escribir sobre la muerte. Juan lo sabía.
Cuando cumplió 17 la materia adeudada lo invadió. No podía pensar en otras cosas. Comenzó a nacer en él la necesidad de conocer sobre la muerte. Leyó cuanto poema encontró sobre la muerte. Habló con amigos que habían perdido a un ser cercano, vio películas, escuchó canciones, fue al teatro y comenzó a colarse en cada velatorio que podía.
Entraba y se sentaba cerca del cajón con los ojos llenos de lágrimas, abrazaba y consolaba a los deudos, e inventaba alguna historia sobre cómo había conocido al difunto. Pero todo era en vano, cuando se sentaba dispuesto a comenzar un poema sobre la muerte las palabras no brotaban de él como solían hacerlo casi a diario con otros temas.
Todo esto hacía que su obsesión crezca. Prácticamente no hablaba de otra cosa. Sus amigos comenzaron a alejarse. Su familia lo trataba como a un loco.
A los 22 consiguió un trabajo en una revista, y con su primer sueldo se alquiló una pieza en una pensión de Barracas.
Pocas veces se lo vio salir de su habitación después de que llegaba de trabajar.
Pero su obsesión lo comía por dentro como una lombriz con dientes de diamante que chorreaban dudas sobre sus entrañas. Cada vez se lo veía más flaco. Ni a él lo sorprendió el telegrama de despido.
Fue por aquél entonces que la idea comenzó a gestarse. Cuánto más cerca de la muerte, más la comprendería y allí vendrían los poemas.
Comenzó con unas pizcas de arsénico en el desayuno. Lo único que lograba eran dolores de estómago. Aumentó la dosis, comenzó a mezclarla con otras cosas. En ayunas se tragaba una cuchara sopera de veneno para hormigas, después desayunaba con arsénico.
Comenzó a notar un cambio leve en el color de su piel. Se alegró y consideró un avance importante en su experimento. Fue por aquél entonces cuando decidió suspender los almuerzos y las cenas. Pero no la merienda, a la que a las tostadas y al mate le agregó las piedritas de colores del veneno para ratas.
No lo hacía desmedidamente. El dolor regulaba la dosis. Y así pasaron tres semanas.
Un miércoles de agosto, las palabras vinieron a él. Y comenzó a escribir. Las hojas de su cuaderno se llenaban una tras otra. Pero la enorme lombriz de su interior quería más y más.
Decidió dar un paso más e inyectarse una mezcla del mata hormigas y amoníaco. El efecto fue inmediato. Juan comprendió todo lo que durante años buscó sin respuesta. Descubrió todos los secretos de la muerte, la vio a la cara, la beso en la boca. Todas las ideas fluyeron por su cerebro, invadieron su alma en una sola palabra que se apresuró a escribir en la hoja blanca frente a él. Sabía que tendría una solo posibilidad antes del final. Pero la palabra debía quedar escrita para quién la leyese, para quién la encuentre, para quién la entienda.
Sobre la mesa, al lado del cuerpo hinchado y verde de Juan, una hoja delataba su mayor misterio en cuatro letras escritas con una caligrafía casi infantil, temblorosa. En la hoja final se podía leer: “NADA”.
Juan es el sexto apóstol de esta historia.