viernes, 23 de enero de 2009

Apóstoles 8


Bartolomé

En esa época les ponían a los hijos por nombre el santo del día en que nacían. Fue así que este chico fue bautizado como Bartolomé, el 24 de agosto de un año que no me acuerdo.
Bartolomé creció en el seno de una familia sumamente religiosa, y por supuesto, machista.
Las tradiciones estaban para ser respetadas y no para discutirse. En la primera comunión recibió buena plata de los tíos y tías flacas y amargadas como cuadros mal hechos a propósito. Su trajecito negro y apretado, la transpiración y los nervios ante la mirada, a veces orgullosa y a veces verduga de su papá son recuerdos que nunca olvidó. La relación con su madre era extraña, la respetaba, incluso le temía. Más de una vez ella lo molió a palos. Literalmente, guardaba una rama seca en el armario de las escobas para esas ocasiones.
La peor paliza que Bartolomé recibió fue cuando a los 13 años su mamá entró sin aviso a su habitación y él se estaba masturbando. En ese preciso momento un chorro de leche salió disparado contra el cuadro del “sagrado corazón” que estaba en la cabecera de la cama.
Aunque se puso cremas y la preparación con aloe que su abuela le preparó, las marcas en la espalda no se fueron nunca, y años después, antes de una tormenta, él juraba que le dolían.
En el colegio de Goya, donde pasó su infancia, realizaban tareas manuales. Bartolomé rápidamente se destacó en carpintería y al poco tiempo, ya todo el pueblo sabía que si se te rompía un mueble, o querías hacer algo especial, el mejor carpintero de la zona era el joven Bartolomé.
Supo verse con una chica del pueblo, hija de una clienta. A los 16 años era todo un hombre. Ella, un año menor que él, mentía descaradamente en su casa, para poder fugarse cuando desaparecía el sol, a la orilla del río a besarse con su amado.
El tiempo, fue pasando, y finalmente cuando él cumplió los 19 años decidieron casarse. El padre de la chica les regaló un terrenito, y allí Bartolomé empezó a construir una de las casas más lindas que en esa época había en Goya.
Se podría decir que fueron felices hasta el día que llegó a su casa y la encontró muerta.
Su mujer había sido brutalmente asesinada, la policía dijo que antes de matarla la violaron salvajemente. Nunca hubo un sospechoso, nunca un detenido.
Algo después de ese día, cambió en Bartolomé. Se volvió una persona oscura, dejó de trabajar en su taller y pocas veces se lo vio en compañía de otra persona. Los años pasaron, la casa dejó de ser la más linda, por falta de cuidados.
Y la historia del asesinato se fue olvidando. Hasta que un día, se vieron maderas tapiando las ventanas de la casa, y alguien dice que vio a un viejo clavándolas.
Los musgos y las enredaderas cubrieron poco a poco todas las paredes. Los vecinos comenzaron a evitar pasar por la puerta de la casa del “loco”. Nadie lo había visto, pero todos creían firmemente que alguien que creían que se llamaba Bartolomé, aún vivía allí.
Los años pasaron y la gente por costumbre no más, se olvidó de por qué no pasaban por aquella casa. Y volvieron a pasar.
Nunca se escucharon ruidos, nunca se vieron luces, nunca nadie vio a nadie. Sin embargo, desde una pequeña abertura entre las maderas, Bartolomé los veía pasar, los escuchaba rumorear, y hasta podía olerlos. Bartolomé esperaba, comiendo sólo tomates, porotos y arvejas que había almacenado en sus últimas compras. Había llegado a tener cerca de 10.000 latas de cada producto, que durante los tres años que siguieron a la muerte de su amada había comprado al mayorista del centro.
Hasta que un día, la espera dio sus frutos. Un hombre se acercó a la glorieta donde algunos adolescentes solían esconderse para besarse. El hombre estaba borracho, y su compañera, varios años menor que él, también. Y reían mucho. Entre besos y risas el hombre le preguntó a la muchacha si conocía la historia de esa casa, la chica respondió que no. Y el hombre contó lo sucedido hacía tantos años ya.
Y mientras lo hacía, la chica parecía excitarse, y ponerse más borracha. De vez en cuando, empinaban la botella de vodka que tenían con ellos.
Y reían, y se besaban, y tomaban, y él continuaba narrando, con lujo de detalle, cómo había entrado a la casa, cómo encontró a una joven dormida, cómo con tan sólo 15 años logró sorprenderla y someterla. Cómo mientras la penetraba, le golpeaba la cabeza contra el respaldo de la cama, mientras le sonreía a un sagrado corazón que lo miraba desde la pared.
La chica que escuchaba parecía excitarse más y más. Acariciaba la verga del hombre por encia del pantalón mientras él narraba excitado los últimos detalles. El hombre recordaba las manos llenas de sangre. Y para finalizar, contó como ya muerta, le dio por el culo a la” muy puta”.
Bartolomé escuchó pacientemente el relato. Ni una sola lágrima recorrió su mejilla. Cuando el relato llegó a su fin, tomó la escopeta que esperaba desde hace años tras la puerta, la cargó en la oscuridad, y salió por la puerta del fondo con paso firme.
Tres cadáveres encontraron los policías en la glorieta de la casa abandonada.
Uno de ellos, parecía haber atado a los otros dos y luego volarse el cuello jalando el gatillo de una escopeta con los dedos de los pies. Sin embargo, pese a la sangre, había algo mucho más escalofriante en el cuerpo de ese hombre viejo y flaco, era su espalda. Parecía que le hubieran dados latigazos con una cadena muy gruesa. La piel estaba llagada y al rojo vivo. Dolía, de tan sólo mirarlo.
Cuando el furgón de la morgue se llevó los cuerpos, un relámpago estremeció el cielo, y las primeras gotas de la que sería la tormenta más importante del año, comenzaron a caer.
Bartolomé es el octavo apóstol de esta historia.

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