martes, 10 de marzo de 2009

Apóstoles 11


Simón

Cuando terminó su luna de miel, Simón notó la primera alteración en los colores.
Las hojas que siempre habían sido verdes en lo árboles del fondo de su casa, ahora eran negras. Lo comentó con Hilda, su mujer. Ella lo miró extrañada y le habló del daltonismo. Fueron juntos al médico. Los estudios indicaron que Simón no era daltónico.
Dejó de hablar del tema. Tiempo después, su perro, un ovejero alemán, se tiñó de un amarillo patito desagradable y chillón.
Siguió el cielo, que pasó de celeste a verde, las nubes que ahora eran verde fluo, la fachada de su casa, que siempre fue impecablemente blanca, ahora era para él, y sólo para él, azul.
Hilda lo notaba raro, le preguntaba casi todos los días qué le pasaba. Pero Simón mentía con un “nada, mi amor”.
Fueron pasando los años, Simón le tomó miedo a la vida. Y más aún, cuando notó que las alteraciones no la sufrían sólo los colores, sino también los olores. El café con leche olía a nafta, la naftalina que Hilda ponía en los bolsillos de sus trajes al colgarlos en el ropero olía a rosas, el tuco a leche cortada, los eucaliptos a café, y la menta fresca que le agregaba al mate, a limón.
Aguantó en silencio la nafta de cada desayuno, las arcadas contenidas lo mataban por dentro.
Ya no era un pibe, pisando casi los cincuenta años, todo se le hacía más difícil.
Los colores y los olores siguieron alterándose con los años, e incluso, comenzaron a variar. Cómo para que no se acostumbre…
El cielo verde ahora era blanco, las nubes rojas, su casa rosa, el mate olía a papel mojado, el café a pucho apagado en el cenicero.
Simón finalmente lo comprendió. Se estaba volviendo loco. Y sin embargo, todo lo demás era tan asquerosamente normal.
Hilda lo encontró una noche oliendo las rosas del jardín, y lo observó en silencio. La cara de asco que le producía oler aquellas flores la dejó perpleja.
Y esa noche, bajo las estrellas que brillaban amarillas en el cielo, le habló de la posibilidad de una internación.
Simón, sumisamente, sonrió y asintió. Una semana más tarde llegaron con un bolso con ropa a la clínica que recomendó un médico amigo del matrimonio.
Las enfermeras con sus trajes negros asustaron al viejo Simón. Los pasillos violetas, el olor a guiso de lentejas mezclado con vinagre, le indicaron que el fin estaba cerca.
Habló con médicos, y contó todo. Aunque sabía que ninguno le creía. Esa noche la luna verde le habló. Le indicó los pasos a seguir…
Simón salió de su habitación cuando la luna dio la orden, ningún enfermero custodiaba en ese momento, subió las escaleras que encontró a su izquierda, hasta la terraza donde encontraría cómo le dijo la luna, la puerta abierta. Y así fue. Atravesó las baldosas rosa fósforo hasta la cornisa, y allí, el olor de la noche lo embriagó. Era un aroma mezclado, indefinido, donde se adivinaba el anís, la vainilla, y el kerosene.
Simón saltó cómo la luna, ahora blanca y pálida, le indicó. Su cabeza se reventó contra la acera. Su sangre de un rojo intenso brotó a su alrededor. Simón murió con los ojos abiertos, mirando como en ese segundo final, el cielo de la noche volvía a ser negro, las estrellas azules y brillantes gracias a la blanca luz de la luna.
Simón es el undécimo de los apóstoles de esta historia.

1 comentario:

Mauro Fernández dijo...

Al menos queda la esperanza de saber que ante la inminente llegada de la muerte, los colores vuelven a dibujarse en su eje...