
El 26 de agosto de un año de malos recuerdos, vino al mundo con los ojos bien abiertos, como deseando observarlo todo, confundido, temeroso, pero a la vez con esa sabiduría que sólo tienen los recién nacidos, en silencio. Decidieron no ponerle nombre, lo llamarían “él”.
Sus padres creyeron que sería mudo. Jamás, hasta que cumplió los 5 años, habló.
Los médicos no encontraban explicación, las curanderas del barrio no daban con el remedio santo que lo haga hablar. Él solo gesticulaba cuando le preguntaban algo. Y cuándo le preguntaba por qué no hablaba levantaba sus hombros como diciendo “porque no tengo nada para decir”.
El 26 de agosto de ese cumpleaños número 5, la vio entre las polleras de las tías. Era rubia, de ojos celestres trasparentes. Pensó que si Dios existía, tendría esos ojos.
Su prima Juana le sonrió… y ante el asombro de todos los presentes, él dijo con una voz clara “Hola”. Y volvió a callar.
Juana pasó a ser la excepción a la regla. Con Juana hablaba, con Juana reía. Aunque su ausencia marcara una vez el enmudecimiento que signó su vida.
Creció sin escuelas, sin maestros, sin curas. Creció esperando los domingos y la siesta después del almuerzo familiar. La hora pactada para que Juana entrara en su mundo y él en el de ella. Serían cómplices, ella le contaba todo, y él moría fascinado ante el cuerpo que la joven Juana iba trayendo domingo a domingo.
Los adultos, empezaron a sospechar. No era normal que dos adolescentes se encerraran horas a hablar en el cuartito oscuro del fondo. Algo estarían haciendo, y eran primos, Dios nos libre.
Comenzaron a planear toda clase de artilugios para escucharlos, para espiarlos. Pero Juana y su primo los descubrían siempre, y los anulaban. Todo intento de espiarlos se veía frustrado por la inteligencia de los primos.
Y entre risas y complicidades, nació el amor. Juntos descubrieron lo mágico del cuerpo del otro. Se acariciaron en la oscuridad, bajo el calor de las chapas del cuartito del fondo.
Y los adultos, no tuvieron más remedio que cortar por lo sano. El domingo siguiente ni Juana ni sus padres vinieron a almorzar.
Él por primera vez en 14 años lloró. Se encerró en el cuartito y buscó su olor sin encontrarlo. Estiró su mano en la oscuridad sin tocarla. Preguntó al aire si lo había extrañado y nada contestó su súplica.
Los adultos en la mesa reían y triunfantes se relajaron de la aberración que evitaron.
Esa noche, todos escucharían la voz que por años se mantuvo muda.
Mientras recorría uno a uno los cuartos de la vieja casa, clavando un hierro viejo y oxidado en el pecho de los que le habían robado todo. Y gritando, que se lo merecían, que le habían quitado las ganas de seguir callado.
La carnicería fue tremenda. Abuelos, padres, hermanos, y la tía que se quiso quedar a dormir fueron encontrados masacrados, aplastados, desfigurados bajo el odio y la potencia de una voz que nunca hubiesen querido escuchar.
Finalmente, al amanecer, fue al cuarto del fondo, y se sentó a esperar. Espero horas, días, semanas, meses. Esperó que Juana regresara a charlar con él. Quizás aún espera, entre el olor de muerte y el silencio de la casa, a una Juana que ya conoció a otro hombre, que ya es mujer, que ya se olvidó de él.
Él, sin nombre, es el último apóstol de esta historia.
Sus padres creyeron que sería mudo. Jamás, hasta que cumplió los 5 años, habló.
Los médicos no encontraban explicación, las curanderas del barrio no daban con el remedio santo que lo haga hablar. Él solo gesticulaba cuando le preguntaban algo. Y cuándo le preguntaba por qué no hablaba levantaba sus hombros como diciendo “porque no tengo nada para decir”.
El 26 de agosto de ese cumpleaños número 5, la vio entre las polleras de las tías. Era rubia, de ojos celestres trasparentes. Pensó que si Dios existía, tendría esos ojos.
Su prima Juana le sonrió… y ante el asombro de todos los presentes, él dijo con una voz clara “Hola”. Y volvió a callar.
Juana pasó a ser la excepción a la regla. Con Juana hablaba, con Juana reía. Aunque su ausencia marcara una vez el enmudecimiento que signó su vida.
Creció sin escuelas, sin maestros, sin curas. Creció esperando los domingos y la siesta después del almuerzo familiar. La hora pactada para que Juana entrara en su mundo y él en el de ella. Serían cómplices, ella le contaba todo, y él moría fascinado ante el cuerpo que la joven Juana iba trayendo domingo a domingo.
Los adultos, empezaron a sospechar. No era normal que dos adolescentes se encerraran horas a hablar en el cuartito oscuro del fondo. Algo estarían haciendo, y eran primos, Dios nos libre.
Comenzaron a planear toda clase de artilugios para escucharlos, para espiarlos. Pero Juana y su primo los descubrían siempre, y los anulaban. Todo intento de espiarlos se veía frustrado por la inteligencia de los primos.
Y entre risas y complicidades, nació el amor. Juntos descubrieron lo mágico del cuerpo del otro. Se acariciaron en la oscuridad, bajo el calor de las chapas del cuartito del fondo.
Y los adultos, no tuvieron más remedio que cortar por lo sano. El domingo siguiente ni Juana ni sus padres vinieron a almorzar.
Él por primera vez en 14 años lloró. Se encerró en el cuartito y buscó su olor sin encontrarlo. Estiró su mano en la oscuridad sin tocarla. Preguntó al aire si lo había extrañado y nada contestó su súplica.
Los adultos en la mesa reían y triunfantes se relajaron de la aberración que evitaron.
Esa noche, todos escucharían la voz que por años se mantuvo muda.
Mientras recorría uno a uno los cuartos de la vieja casa, clavando un hierro viejo y oxidado en el pecho de los que le habían robado todo. Y gritando, que se lo merecían, que le habían quitado las ganas de seguir callado.
La carnicería fue tremenda. Abuelos, padres, hermanos, y la tía que se quiso quedar a dormir fueron encontrados masacrados, aplastados, desfigurados bajo el odio y la potencia de una voz que nunca hubiesen querido escuchar.
Finalmente, al amanecer, fue al cuarto del fondo, y se sentó a esperar. Espero horas, días, semanas, meses. Esperó que Juana regresara a charlar con él. Quizás aún espera, entre el olor de muerte y el silencio de la casa, a una Juana que ya conoció a otro hombre, que ya es mujer, que ya se olvidó de él.
Él, sin nombre, es el último apóstol de esta historia.